© Carmela Rufanges – COMENTAR en ‘entradas recientes’ o ‘archivos’
Recuerdo perfectamente a los pequeños Gala y a Mario bajo la lluvia, apretados y emocionados, asidos a la barra central de aquel gran paraguas rojo brillante con dos varillas dobladas, que tan oportunamente habían encontrado entre los arbustos, para guarecerse de aquella inesperada lluvia primaveral. Era una imagen de una plasticidad visual abrumadora.
Recuerdo también la revitalizante lluvia precipitándose sobre mi cara. El fuerte olor a tierra mojada hacía que mis sentidos buceasen en recuerdos felices de infancia casi olvidados. Una invitación a inspirar profundamente y empaparme de todo aquel aroma evocador, renovador, apacible y tranquilizador.
Las gotas resbalaban por el paraguas que habían rescatado los niños, formando pequeños riachuelos plateados sobre aquel rojo brillante que destacaba con descaro sobre el espeso lienzo grisáceo que el cielo regalaba de fondo, haciendo que ese contraste de belleza natural, a ojos de un fotógrafo, mis ojos, resultase algo sublime.
Me alejé unos pasos para aglutinar con mi cámara toda la perfección de la naturaleza, con las sonrientes caritas de mis sobrinos y la inocencia traviesa que les conferían las pecas de sus naricitas y la falta de algunos dientes de leche.
A su espalda, en el gran lago, sobresalían los restos de la casa sumergida, nombre con el que era conocido por los alrededores el misterioso palacete con idiosincrasia propia, que formaba parte de aquel paisaje abrupto y desconcertantemente idílico.
Aunque llevaba un tiempo fuera del valle donde había crecido, fotografiando animales al borde de la extinción por todo el mundo para una importante revista de reportajes, recordaba perfectamente que los más mayores del lugar contaban historias sobre aquella peculiar mansión, que perteneció a un matrimonio de extravagantes científicos, cuyos dos hijos pequeños desaparecieron sin dejar rastro una mañana…Y 138 páginas más…………………………….sigo!